12 de mayo de 2014

De cuatro en doce

Acabada en una esquina deseando con miedo volverlo a intentar. Sé que no hay día que no encuentre tu nombre entre las páginas de mis libros. Intento lo desde hace tiempo pero no vivo y solo siento, dulce y punzante ausencia. Extraño cada parte de tu cuerpo, no te veo, extraño cada sonido de tu boca, no te oigo, no lo haré. Recuerdo lo que quiero sin querer, y no olvido. Guardo la certeza en que jamás te deseé pero te quiero y necesito como el aire que se adentra por mi cuerpo. Ahora y siempre las noches pasan lentas sin tus abrazos, ya hace frío y no te tengo pero quiero. Raudo y veloz sería el olvido de no ser por los recuerdos de los que no vivo donde veo cada día tu mirada pero no la siento. Cuando pase el tiempo y no vuelvas, pero no lo creo, pronto volverás siempre tan presente entre mis letras. Ignoro y a la vez desconozco el paradero de todas esas lágrimas que llevan tu reflejo áureo rojo. Añoro pero no deploro, quizás sí, no entiendo pero te quiero, quizás si.



9 de mayo de 2014

El juego de la oca

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… De puente a puente y me lleva la corriente
Estaba jugando en la orilla del río como de costumbre. Mientras, el pobre hombre miraba como la pequeña apilaba las piedras haciendo una presa. Esta era casi tan inestable como la salud del anciano, siempre tan vacilante al viento.
Al hombre le encantaba pasar su tiempo con ella, por eso el primer sábado de cada mes se pasaba horas en la orilla del río viendo a la pequeña jugar. Sonreía pero a la vez se notaba un vacío en su mirada como si algo faltase, como si se hubiera ido.

Uno, dos… De oca a oca y tiro porque me toca
Aquella tarde el sol se había quedado escondido detrás de una espesa capa de nubes de un tono un tanto sombrío. Decían que se acercaba una tormenta pero no importaba, aunque nevase o hiciera mucho frío y el rio se congelase, no había día en el que el anciano faltara a su cita con la pequeña.
El río cursaba con calma cuando de pronto la pequeña se levantó corriendo y cogió a su abuelo de la mano.
-¡Mira abuelo, mira!– le gritaba la pequeña entusiasmada.- ¡Tienes que ver esto!
-¿Qué hay hija? – pregunto el anciano con la voz cascada.
De entre los arbustos salió una oca de plumas blancas y siguiéndola de cerca iban corriendo unos patitos poco más grandes que las manos del hombre. Los cuatro se lanzaron al río y con la mirada fija de la pequeña se perdieron en la lejanía.

Uno, dos tres, cuatro… Pozo, dos turnos sin tirar
Cerca del río había un viejo pozo, pero no era un pozo cualquiera, era un pozo mágico de los deseos. Aunque este era un poco distinto, no había que tirar monedas como en los demás, había que tirar pan. Cada vez que la pequeña y el anciano iban al río llevaban una barra de pan duro de lo que sobraba el día anterior y se acercaban al pozo. Entre los dos tiraban hasta la última miga y así alimentaban al pequeño gnomo que vivía allí abajo. Como el pobre gnomo era un poco torpe, un día iba caminando por el bosque y sin darse cuenta se tropezó y cayó dentro, y ahora no podía salir. Cuando se cayó el gnomo llevaba un sombrero de tres picos mágico con el que podía cumplir cualquier deseo menos los suyos propios. La pequeña siempre pedía una escalera para que pudiese salir y tiraba el trozo de pan con fuerza pero el gnomo se comía rápidamente hasta el último pedazo sin prestar atención a lo que había pedido la niña, por eso seguía encerrado ahí abajo tan solo.

Uno, dos, tres… ¿Una planta?
Ese día el abuelo tenía una sorpresa, había comprado un pequeño arbolillo para ella. Cuando lo vio la pequeña empezó a saltar de alegría, abrazando a su abuelo más fuerte que nunca. Entre los dos se pusieron manos a la obra y enseguida terminaron de plantar el que pronto sería el árbol más alto de todo el bosque y que la niña señalaba desde la ventana de su habitación para que su madre también pudiera verlo.
Llegó el otoño y las hojas del árbol empezaron a caerse. Ella jugaba con una sonrisa que le ocupaba toda la cara, mientras el abuelo miraba con vacío a su pequeña. Veía cómo jugaba entre ese mar de hojas, tan feliz y risueña, tan ajena a todo lo malo, pero él no podía dejar de fijarse en cómo esa pequeña melena rubia que siempre se había apoyado sobre sus hombros ya no asomaba bajo el gordo gorro de lana rosado que le había hecho su abuela. También rosadas sus mejillas empezaban a tener frio así que el abuelo decidió que ya era hora de irse.

Uno, dos tres, cuatro, cinco… Cárcel, 5 turnos sin tirar
Lejos de la orilla del río, de su árbol y del pozo. En la cárcel, o así lo llamaba la pequeña. Ya estaba cansada de tanta bata blanca, ella quería volver a tirarse en la mullida capa de hojas que cubría el bosque y no estar todo el día tumbada en aquella dura cama de sábanas tan ásperas de la que apenas podía levantarse. El abuelo lo sabía con solo mirarla a los ojos, pero impotente bajaba la mirada con tristeza. Echaba de menos a esa niña con la que corría entre los árboles hasta que los dos acababan agotados y tirados en el suelo junto a la orilla jugando a la oca, ella con la ficha azul y él con la amarilla.

Uno… Calavera
Como el primer sábado de cada mes el anciano se levantó temprano para no llegar tarde a buscar a su pequeña. Ya era verano así que no tenía que coger la chaqueta y pudo estrenar su nueva camisa con los cuellos recién almidonados. Ya listo, el anciano salió de casa y se dirigió a recoger a la niña.
Cuando llegó todavía no estaba preparada y decidió esperar un rato, mientras hablaba con ella. De lo que iban a hacer hoy, de todo lo que podrían hacer el próximo sábado, le contaba cómo había crecido el árbol el último mes y todas las manzanas que había recogido, y las que quedaban por recoger.
Se dio cuenta de que ya habían pasado más de dos horas y de que ya era tarde. Tenía que irse pues empezaba a anochecer. Dejó una manzana sobre la piedra fría y con la voz aún más cascada dijo:
- Hasta el próximo sábado pequeña, cuando venga estate preparada.


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