4 de diciembre de 2016

Y me morí

Habían pasado tantos años, tanto tiempo en esas condiciones que no tardaron en pasar factura. Miraba sus manos dañadas con melancolía, no sabía dónde habían ido a parar esos rasgos de juventud que las iluminaban.
Permanecía casi inerte sobre aquella silla en la esquina de la sombría sala. La gente iba pasando. Su cabeza bombeaba al ritmo de aquel cutre reloj de publicidad que colgaba de la pared contigua a la puerta. Sentía cómo las cadenas de la necesidad le apretaban, cómo no había sitio para sueños estúpidos pues la realidad se extendía como un gas, ese gas con el que cada día soñaba. En frente tenía una ventana, también presente en sus sueños, por la que poco a poco ese gas se deslizaba hasta el último rincón, desde las estanterías roídas donde se apilaban los archivos, hasta el interior de sus pulmones que poco a poco se consumían como el cigarro que todos los días sujetaba con la mano izquierda, mientas redactaba con la diestra.
Nunca supe lo que escribía. Seguramente informes interminables con palabras tan técnicas como vacías que resumían la actividad financiera de cualquier empresa que a nadie le importaba, ni siquiera a ella. Repetidas ocasiones levantaba la vista del ordenador y cogía la calculadora, cómo comprobando cuentas, en seguida retiraba la mirada con aprobación y continuaba con su labor. Durante esos pocos segundos mostraba sus ojos detrás de los gruesos cristales, también cansados de trabajar frente a la pantalla. Carecían de cualquier rasgo de vida, tan apagados y taciturnos, a su vez daba la impresión de que las inmensas bolsas en la parte inferior cargaban con ellos.
Cuando la manecilla pequeña marcaba las siete sonaba un monótono timbre desde el teléfono. Apagaba la alarma sin ningún tipo de expresividad ni emoción que supone terminar la jornada, guardaba los archivos y cerraba la sesión. Después organizaba el escritorio, todos los lapiceros en el estuche del primer cajón, la calculadora a la derecha, la grapadora en el fondo izquierdo, las hojas en sucio a la papelera sin arrugar para poderlas reciclar y la bandeja de la impresora cerrada para que no coja polvo. Cogía el abrigo oscuro, se lo colocaba encima de su jersey descolorido por los lavados o el uso y con un vago movimiento se colgaba el bolso negro del hombro encorvado. Era el peso de los días, cada uno más denso que el anterior, el que hacía que su espalda se arquease, hasta que una mañana terminase por desplomarse ante la imposibilidad de seguir manteniéndose en pie.
Tenía diez minutos hasta la parada del autobús, quince de viaje, cinco hasta el supermercado y después solo tendría que cruzar la calle hasta el portal. Al terminar de recordar el recorrido llegaba el bus rojo, descascarillado por los bordes del roce con las paredes al girar. Bajaba la mirada evitando al conductor mientras pasaba la tarjeta y seguidamente se sentaba en el primer asiento de la derecha junto a la ventanilla, era el único sitio desparejo donde no tendría que soportar que nadie se le sentase al lado.

Solo tenía cinco paradas para llegar a su casa. Podía ver su cara de cansancio en el reflejo de la ventanilla, retrato del descontento vital y una plena frustración interior. Era incapaz de mirarla a los ojos sin lamentarme. A veces había retenciones y se retrasaba, en esos momentos comenzaba a angustiarse, si no llegaba pronto iban a cerrar el súper y no podría hacer los recados. Intentaba relajarse respirando pausadamente hasta llegar, entonces tocaba el timbre y se bajaba del autobús. Entraba a la tienda y compraba lo justo, nada de caprichos innecesarios, la comida es para el cuerpo no para los sentidos. Justo a tiempo salía con las bolsas y esperaba a que cambiase el semáforo, se aseguraba de que no pasara ningún coche mirando dos veces a cada lado y cruzaba. Pero en esta ocasión tan solo miró una vez.


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