Uno,
dos, tres, cuatro, cinco, seis… De puente a puente y me lleva la corriente
Estaba
jugando en la orilla del río como de costumbre. Mientras, el pobre hombre miraba
como la pequeña apilaba las piedras haciendo una presa. Esta era casi tan
inestable como la salud del anciano, siempre tan vacilante al viento.
Al hombre le encantaba pasar
su tiempo con ella, por eso el primer sábado de cada mes se pasaba horas en la
orilla del río viendo a la pequeña jugar. Sonreía pero a la vez se notaba un
vacío en su mirada como si algo faltase, como si se hubiera ido.
Uno,
dos… De oca a oca y tiro porque me toca
Aquella
tarde el sol se había quedado escondido detrás de una espesa capa de nubes de
un tono un tanto sombrío. Decían que se acercaba una tormenta pero no
importaba, aunque nevase o hiciera mucho frío y el rio se congelase, no había
día en el que el anciano faltara a su cita con la pequeña.
El
río cursaba con calma cuando de pronto la pequeña se levantó corriendo y cogió a
su abuelo de la mano.
-¡Mira
abuelo, mira!– le gritaba la pequeña entusiasmada.- ¡Tienes que ver esto!
-¿Qué
hay hija? – pregunto el anciano con la voz cascada.
De entre los arbustos salió
una oca de plumas blancas y siguiéndola de cerca iban corriendo unos patitos
poco más grandes que las manos del hombre. Los cuatro se lanzaron al río y con
la mirada fija de la pequeña se perdieron en la lejanía.
Uno,
dos tres, cuatro… Pozo, dos turnos sin tirar
Cerca del río había un viejo
pozo, pero no era un pozo cualquiera, era un pozo mágico de los deseos. Aunque
este era un poco distinto, no había que tirar monedas como en los demás, había
que tirar pan. Cada vez que la pequeña y el anciano iban al río llevaban una
barra de pan duro de lo que sobraba el día anterior y se acercaban al pozo.
Entre los dos tiraban hasta la última miga y así alimentaban al pequeño gnomo
que vivía allí abajo. Como el pobre gnomo era un poco torpe, un día iba
caminando por el bosque y sin darse cuenta se tropezó y cayó dentro, y ahora no
podía salir. Cuando se cayó el gnomo llevaba un sombrero de tres picos mágico
con el que podía cumplir cualquier deseo menos los suyos propios. La pequeña
siempre pedía una escalera para que pudiese salir y tiraba el trozo de pan con
fuerza pero el gnomo se comía rápidamente hasta el último pedazo sin prestar
atención a lo que había pedido la niña, por eso seguía encerrado ahí abajo tan
solo.
Uno,
dos, tres… ¿Una planta?
Ese
día el abuelo tenía una sorpresa, había comprado un pequeño arbolillo para
ella. Cuando lo vio la pequeña empezó a saltar de alegría, abrazando a su
abuelo más fuerte que nunca. Entre los dos se pusieron manos a la obra y
enseguida terminaron de plantar el que pronto sería el árbol más alto de todo
el bosque y que la niña señalaba desde la ventana de su habitación para que su
madre también pudiera verlo.
Llegó el otoño y las hojas
del árbol empezaron a caerse. Ella jugaba con una sonrisa que le ocupaba toda
la cara, mientras el abuelo miraba con vacío a su pequeña. Veía cómo jugaba
entre ese mar de hojas, tan feliz y risueña, tan ajena a todo lo malo, pero él
no podía dejar de fijarse en cómo esa pequeña melena rubia que siempre se había
apoyado sobre sus hombros ya no asomaba bajo el gordo gorro de lana rosado que
le había hecho su abuela. También rosadas sus mejillas empezaban a tener frio
así que el abuelo decidió que ya era hora de irse.
Uno,
dos tres, cuatro, cinco… Cárcel, 5 turnos sin tirar
Lejos de la orilla del río,
de su árbol y del pozo. En la cárcel, o así lo llamaba la pequeña. Ya estaba
cansada de tanta bata blanca, ella quería volver a tirarse en la mullida capa
de hojas que cubría el bosque y no estar todo el día tumbada en aquella dura
cama de sábanas tan ásperas de la que apenas podía levantarse. El abuelo lo
sabía con solo mirarla a los ojos, pero impotente bajaba la mirada con
tristeza. Echaba de menos a esa niña con la que corría entre los árboles hasta
que los dos acababan agotados y tirados en el suelo junto a la orilla jugando a
la oca, ella con la ficha azul y él con la amarilla.
Uno…
Calavera
Como
el primer sábado de cada mes el anciano se levantó temprano para no llegar
tarde a buscar a su pequeña. Ya era verano así que no tenía que coger la
chaqueta y pudo estrenar su nueva camisa con los cuellos recién almidonados. Ya
listo, el anciano salió de casa y se dirigió a recoger a la niña.
Cuando
llegó todavía no estaba preparada y decidió esperar un rato, mientras hablaba
con ella. De lo que iban a hacer hoy, de todo lo que podrían hacer el próximo
sábado, le contaba cómo había crecido el árbol el último mes y todas las
manzanas que había recogido, y las que quedaban por recoger.
Se
dio cuenta de que ya habían pasado más de dos horas y de que ya era tarde.
Tenía que irse pues empezaba a anochecer. Dejó una manzana sobre la piedra fría
y con la voz aún más cascada dijo:
-
Hasta el próximo sábado pequeña, cuando venga estate preparada.
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