Mientras su padre
cerraba la tapa del contenedor la pequeña ocultaba sus ojos llorosos tras un
tupido flequillo de pelo rubio. Había salido de casa con un bonito recogido de
dos trenzas, pero el viento otoñal soplaba fuerte y este no aguantó mucho más. Cuando
se apartó el flequillo y levantó la mirada él ya había tirado las últimas
sábanas, esas sábanas que le habían acogido tantas noches y le habían protegido
de tantos monstruos, pero no pudieron más. Aquella noche ya era tarde cuando
crujió su puerta y el peor de los monstruos cruzó su cuarto. Él cerró la puerta
con suavidad.
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